sábado, 27 de febrero de 2010

"No he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario"


A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis Predecesores.

Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio, importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad.

Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.

Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes.

viernes, 19 de febrero de 2010

Compartir lo superfluo e incluso lo necesario


«Tengo compasión de la muchedumbre» (Mc 8, 2), dijo Jesús antes de multiplicar los panes para alimentar a quienes le seguían desde hacía tres días para escuchar su palabra. El hambre del cuerpo no es la única que padece la humanidad; tantos de nuestros hermanos y hermanas tienen también hambre y sed de dignidad, de libertad, de justicia, de alimento para su inteligencia y su alma; hay también desiertos para los espíritus y los corazones.

¿Cómo manifestar de un modo concreto nuestra conversión y nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de preparación a la Pascua?

En primer lugar, en la medida de nuestras responsabilidades, grandes a veces, no colaborando en cuanto pueda contribuir a causar el hambre –aunque sólo sea de uno de nuestros hermanos y hermanas en humanidad– ya esté cercano o a miles de kilómetros; y, si lo hemos hecho, reparando.

En los países que sufren el hambre y la sed, los cristianos participan en las ayudas urgentes y en las batallas contra las causas de esta catástrofe de las cuales ellos son víctimas como sus compatriotas. Ayudémosles compartiendo lo superfluo e incluso lo necesario: esto es precisamente la práctica del ayuno. Tomemos parte generosamente en las acciones programadas en nuestras Iglesias locales.

Recordemos sin cesar que compartir es entregar a los otros lo que Dios les destina y que nos es confiado.

Dar fraternalmente dejándonos inspirar por el Amor que viene de Dios es contribuir a aliviar el hambre corporal, a nutrir los espíritus y a alegrar los corazones.

«Que todas vuestras obras sean hechas en caridad... Que la gracia del Señor esté con todos vosotros» (1 Cor 16, 14.23).

miércoles, 17 de febrero de 2010

Miércoles de ceniza


"Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme.
No me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu" (Sal 50, 12-13).

Así reza hoy, miércoles de Ceniza, el salmista, el rey David: rey grande y poderoso en Israel, pero a la vez frágil y pecador. La Iglesia, al inicio de estos cuarenta días de preparación para la Pascua, pone sus palabras en labios de todos los que participan en la austera liturgia del miércoles de Ceniza.

"Oh Dios, crea en mí un corazón puro, (...) no me quites tu santo espíritu". Esta invocación resonará en nuestro corazón cuando, dentro de poco, nos acerquemos al altar del Señor para recibir, conforme a una antiquísima tradición, la ceniza sobre nuestra cabeza. Se trata de un gesto de gran significado espiritual, un signo importante de conversión y renovación interior. Es un rito litúrgico sencillo, si se considera en sí mismo, pero muy profundo por el contenido penitencial que entraña: con él la Iglesia recuerda al creyente y pecador su fragilidad frente al mal y, sobre todo, su total dependencia de la majestad infinita de Dios.

jueves, 11 de febrero de 2010

Cristo, justicia de Dios


El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

Palabras de Benedicto XVI en el mensaje para la Cuaresma.

viernes, 5 de febrero de 2010

El banquete eucarístico es banquete sagrado


Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía.

No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la «sala grande», la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio.

La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del «convite» inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta «cordialidad» con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el «banquete» sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota.

El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete «sagrado», en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: «O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur!»

El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es «panis angelorum», pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo» (Mt 8, 8; Lc 7, 6).

Ecclesia de Eucharistia