domingo, 24 de abril de 2011

¡Feliz Pascua!


En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro.

La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito.

El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación.

Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31). Amén

lunes, 18 de abril de 2011

"¡Hosanna!", "¡crucifícale!"


"¡Hosanna!", "¡crucifícale!". Con estas dos palabras, gritadas probablemente por la misma multitud a pocos días de distancia, se podría resumir el significado de los dos acontecimientos que recordamos en esta liturgia dominical.

Con la aclamación: "Bendito el que viene", en un arrebato de entusiasmo, la gente de Jerusalén, agitando ramos de palma, acoge a Jesús que entra en la ciudad montado en un borrico. Con la palabra: "¡Crucifícale!", gritada dos veces con creciente vehemencia, la multitud reclama del gobernador romano la condena del acusado que, en silencio, está de pie en el pretorio.

Por tanto, nuestra celebración comienza con un "¡Hosanna!" y concluye con un "¡Crucifícale!". La palma del triunfo y la cruz de la Pasión: no es un contrasentido; es, más bien, el centro del misterio que queremos proclamar. Jesús se entregó voluntariamente a la Pasión, no fue oprimido por fuerzas mayores que él. Afrontó libremente la muerte en la cruz, y en la muerte triunfó.

domingo, 3 de abril de 2011

El Magnificat


La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción tanto personal como comunitaria.

«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre»
(Lc 1, 46-55).