Entregándose a sí mismo, Cristo nos dio su paz.
Su paz no es como la del mundo, hecha a menudo de astucias y componendas, cuando no también de atropellos y violencias.
La paz de Cristo es fruto de su Pascua: es decir, es fruto de su sacrificio, que arranca la raíz del odio y de la violencia y reconcilia a los hombres con Dios y entre sí; es el trofeo de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, de su pacífica guerra contra el mal del mundo, librada y vencida con las armas de la verdad y el amor.
No por casualidad es precisamente ése el saludo que dirige Cristo resucitado. Al aparecerse a los Apóstoles, primero les muestra en las manos y en el costado las huellas de la dura lucha librada y luego les desea: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20, 19. 21. 26). Esta paz la da a sus discípulos como regalo preciosísimo, no para que lo tengan celosamente escondido, sino para que lo difundan mediante el testimonio.