¡Felices los pueblos en cuyo suelo se presta oído y obediencia a la llamada de la Iglesia a la verdad, en medio de una humanidad que la busca pero que muchas veces yerra extraviada!
¡Felices los pueblos cuyas leyes tutelan celosamente el precioso tesoro de la santidad del matrimonio cristiano y ponen a salvo los sacrosantos vínculos de la familia cristiana, fundamento insustituible de la misma sociedad civil!
¡Felices los pueblos cuyas nuevas generaciones, gracias a la sabiduría educadora de la Iglesia, crecen y se forman en el sentido moral de la responsabilidad, sin el que la conducta de los individuos y de las comunidades se substrae al saludable vínculo de las eternas normas de la ley divina!
¡Felices los pueblos que en el espíritu del Evangelio encuentran la fuente de aquellos sentimientos de fraternidad, sin cuyo poderoso estímulo no podrán nunca llegar a soluciones verdaderamente maduras y vitales los grandes y urgentes problemas de la paz social y de la concordia internacional!